En medio
del debate con mi alter ego sobre las conveniencias o no de asistir al evento,
me acordaba de una brillante malla metálica que alguna vez calcé en broma
durante un encuentro que festejaba el fin de mis estudios de psicodrama con el
profesor Alán Bergmeister. Ya está, pensé, no sé si es magnánimo pero
impactante es. Un traje un poco incómodo para tomar el taxi, ¿verdad?
Pero Alán nos dijo una vez que asumir los desafíos que aparecen en el sendero
de la vida nos hace bien espiritualmente y hasta físicamente. Además, detrás de
las nubes negras descansa un azul inmenso. En fin, con este aparato ocultando
mi cuerpo lastimado por el paso de los años al menos tendría yo razones de
sobra por no bailar, cosa insoportable para mí.
El
taxista me dejo en la puerta con una sonrisa pícara y una frase: “Alberto,
su fiel servidor ante cualquier emergencia.” Tuve un breve ataque de pánico
antes de tocar el timbre. La casa asomaba amable, de estilo romano clásico, en
un barrio de buen vivir pero para algunos excesivamente cerca de una villa de
miseria. ¿Y si vuelvo a casa? Mis dedos temblaban, mi corazón latía con
confusión errática. ¿Si son asesinos, ladrones, adictos, terroristas,
traficantes, practicantes de orgías sexuales desenfrenadas…? Sabía poco o nada
sobre quienes iban a estar en el encuentro, ni el promotor ni la empresa
encargada de los manjares conocía yo. Pero gracias en parte al profesor
Bergmeister estoy aquí desafiando el destino. Escaparse de las rutinas
cotidianas te ayuda a vivir mejor, decía el maestro. Es cierto. Responder a
situaciones de peligro activa las hormonas…Levanté el dedo y toqué el timbre
una vez, dos veces.
--¡Pascual!
¡Pero qué alegría inmensa! ¡Bienvenido!
Era un
hombre de piel cobriza y aspecto Hindú, vestido en sedas, telas amplias que le
caían de los hombros como banderas, de muy bajo estatura y una voz amable al
oído. Juro que nunca lo había visto y sin embargo me abrazó como si fuera su
mejor amigo, sus brazos desconociendo la dureza de la malla. Después se alejó
apenas para mirarme mejor antes de tomar mi brazo y guiarme hasta un patio
interior lleno de plantas exóticas, fuentes iluminadas y agua cayendo en
refrescantes cascadas desde las paredes de mármol italiano. Nadie bailaba, eso
me tranquilizaba, pero tampoco hablaban. El silencio era total, interrumpido
únicamente por el sonido del agua y una brisa tenue que movía las hojas de las
plantas tropicales que rodeaban las arcadas.
“¡Te
amo, alabad sea el Señor!”
Pascual
sintió el paso del aire en su oído y giró la cabeza hacia su hombro
derecho. Una persona de sexo imposible de determinar se había acercado a
él y repetía la frase dos o tres veces. La última vez agregó un dato: “Mi amor,
te veo mañana a las 10: 25 horas en la esquina de Brasil y Perú.” Eso fue todo.
Él (¿ella?) se juntó con los demás personajes en el patio. Todos comenzaban a
moverse en cámara lenta, retirándose uno tras otro, como en una procesión
religiosa. El hombre de aspecto Hindú me buscó y me tomó por el brazo
nuevamente, guiándome hasta la puerta.
“Ha sido
un verdadero placer compartir este tiempo contigo,” dijo abrazándome
exactamente de la misma forma que hizo cuando abrió la puerta. Sentí perdido.
Me quedé un tiempo largo contemplando la puerta. Estaba cerrada, no salía luz
alguna de las ventanas de la casa. Volví a casa caminando. Tenía que apagar el
fuego en mi cabeza caminando. No sabía la hora pero me parece por el poco
tránsito en las calles que se estaba madrugando. Ahora tenía un dilema nuevo:
¿ir o no ir a la cita mañana? La dirección parecía incompleta. ¿Es casa?
¿Edificio alto? ¿Sobre Brasil o sobre Perú?
Esa
noche dormí como un perro rabioso: vueltas y vueltas, mi cabeza un receptáculo
de pensamientos inacabados, rabias, risas, planteos, debates, monólogos
interrumpidos por mis propios gritos. Hacia la madrugada me sentía más
tranquilo. ¿Qué puedo hacer? Bueno, está bien, agregar un poco de incertidumbre
a tu existencia te fortaleza, ¿verdad? Ese señor que me abrazó en la puerta…tal
vez me conoce. ¿Por qué no hablaba nadie? ¿Qué sentido tenía vestirse con tanta
magnanimidad si nadie pronunciaba ni mu? Ah… puede ser que el encuentro de
mañana sea la continuación de la fiesta.
Decidí
acudir al lugar, pero sin la malla y con la ropa que me hace sentir más cómoda:
jeans, una remera de un verde lavado y unas zapatillas negras que uso para
jogging. Como el lugar de la cita no estaba lejos de mi casa, me acerqué
caminando. ¡Qué suerte! Era domingo, no tenía que ir a la oficina y el aire de
primavera me llenó de confianza. Es más, canté unas estrofas de algunos tangos:
“Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé; en el quinientos seis y en
el dos mil también…” /Calle porteña, yo o te olvido, con tus cortadas llenas de
sol, y en cada esquina el farolito que tantas noches mi bohemia alumbró” Sentí
un brote de optimismo, a pesar de la nostalgia de los tangos. ¡Qué bueno
que haya alguna sorpresa en la vida! Me hace verdaderamente feliz. Pero cuando
me faltaban unas dos cuadras para llegar, sentí nuevamente abrumado por la
angustia, la duda y el temor. Igual seguí. ¿Qué tenía que perder?
“¡Te
amo, alabad sea el Señor!”
¡La
misma voz de anoche! Miré por todos lados para ubicarla, luego apuré el paso
hasta la esquina de la cita. Mi corazón batía fuerte, respiraba con dificultad.
Tenía miedo, sí, miedo, pensé interrumpir mi marcha, quedar a una distancia
razonable y observar la esquina desde lejos para evitar cualquier trampa. Pero
a los cincuenta metros divisé una persona homeless descansando sobre un montón
de objetos abandonados, latas vacías de pintura, un colchón viejo y vencido,
unas maderas, dos baldes, diarios viejos, un botella parcialmente llena de coca
cola, restos de comida. Me vio. Era una mujer. A los saltos se acercó a mí,
repitiendo “¡Te amo, alabad sea el Señor!” “¡Te amo, alabad sea el Señor!” Me
hundió en un enorme abrazo. ¡Era el personaje de la fiesta, una mujer homeless,
hambrienta, sin casa, sin pareja, sin amor, sin futuro y seguía repitiendo la
frase como una letanía: “te amo, alabad sea el señor, te amo alabad sea el
señor!” La envolví en mis brazos, sentí el batir de su corazón. Su
cuello olía de un perfume exótico. Traté de no pensar. El profesor Bergmeister
tenía razón. No hay una explicación para todo. A veces simplemente hay que
abrir los brazos y sentir.
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