Atiende un pequeño puesto en el mercado de Lancaster,
Pennsylvania, habla con una sonrisa nostálgica pintada en su rostro cuando el tema es lo que sucede en La Habana, Cuba, donde nació poco después de la revolución. Su español tiene la tonalidad rumbosa característica
del caribe. No maneja bien el inglés, sale rudo pero es funcional y como es
humilde y muy servicial tiene muchos clientes. Su voz es sonora, cautiva, de
una dicción casi perfecta. Hace seis años que trabaja aquí, siempre de buen ánimo
pero con esa sonrisa de nostalgia Habíamos conocido hace unos meses, entonces me
saluda con un abrazo fuerte. Quiere saber cómo está la cosa en Argentina y,
claro, bien, bien, le digo, como cuando uno dice bien pero le duele la panza.
Bien todo bien. Es un saludo simple. Sabe el cubano que cuando se dice bien es
para decir algo, para iniciar una conversación. Bien, todo bien, le digo. Tomo
aire. Esperamos los dos. Me mira casi divertido. Sabemos que es complicado el
asunto en Buenos Aires, en La Habana y en todo el continente al sur de la
frontera que divide las dos Américas, en todo el mundo fuera de los centros de poder (aunque...bueno...si brilla puede no ser oro...)
Pero, claro, ahora el Señor Obama ha estrechado la
mano con el comandante Raúl Castro, van a llegar montón de turistas, billetes
verdes en la mano, negociantes atrevidos, inversiones, a lo mejor el pariente
lejano de algún mafioso, no importa que el embargo sigue vigente, va haber una
embajada yankee en La Habana, unos prisioneros de ambos países van a poder ver
la puesta del sol en sus propios países, pero es una novedad importante me dice
mi amigo cubano, algo ha cambiado, a lo mejor ahora podemos mejorar el
transporte, habrá medicamentos, quiero mucho a mi país me dice, quiero a mi
gente, quiero que vivan mejor, pero tengo que ver resultados, desconfío, un
tipo como Obama no va a hacer esto sin algún truco en la manga, y Raúl y los
del gobierno cubano tampoco, hay que ver lo que están buscando, pero mal no está,
y lo que yo siempre digo los embargos no sirven para nada. El mismo Obama lo dice,
digo yo. Es así, le digo, con los embargos sufren la gente, Juan y María que no
encuentran lo que necesitan para la casa, para el guaja, y además por ser
grande y fuerte no implica que los Estados Unidos puede hacer lo que le da la
gana y dictar lo que tienen que hacer la gente en cada rincón de este globo.
Le compro un dulce al hombre, redulce es, muy rico, extiendo la
mano, pienso que el mundo es un eterno rompecabezas, algún tango surge en mi memoria, pero claro, allá arriba, allá
donde está el poder, en las madrigueras de los buitres financieros, en los
banquillos de los tipos que manejan el frigorífico humano, ahí saben planificar
las cosas, saben beneficiar de los derrumbes financieros que ellos mismos fabrican, saben lo que hacen, claro, saben lo que hacen y sus acciones tienen una lógica; ellos, los grandes señores se dedican a cambiar el mundo
a su gusto, como si fueron dioses, o panaderos; y nosotros piezas de ajedrez, peones,
millones de seres que habitan los peldaños inferiores: luchamos, resistimos o
bajamos la cabeza y entramos en el supermercado a comprar lo que ellos dicen que
tenemos que comprar, quedamos frente al televisor, neutralizados, saturados,
drogados, sobre-informados, sub-informados, a la espera. Total, vivimos en la
democracia del mercado, una democracia que huele a whisky o de un coche blindado
contratado por algún banquero que dice que está bien que unos pocos dominan el mundo
porque de lo contrario del caos nadie saldría.
Es bueno el dulce, pero al ponerlo en la boca y dejar que el sabor me invade me pone un poco nostálgico y me
sale una sonrisa casi igual a la del amigo cubano del puesto que tiene en el mercado de
carne y verdura en Pensilvana.
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