miércoles, 2 de diciembre de 2015

La señora negra en la noche negra de San Telmo, un relato


Caía la noche y los hombres, mujeres, niños, solteros y solteras iban buscando el refugio de sus casas, cansados, satisfechos, felices. Pero la señora seguía guardando su sitio, como si fuera su único contacto con el mundo real. A decir la verdad, yo me transformo cuando la luz más imprecisa de la tarde se desvanece, dando lugar a la lobreguez nocturna. Entonces, envalentonado por el aire fresco, me acerqué a ella con el pretexto nada original de pedir un fósforo.
--En realidad, no fumo.
--¿Eres real?
--No. Sin embargo, siempre he existido, siempre he guardado mi lugar en el mundo.
--¿Puedo tocar tu mano?
--Depende de tu intención.
Su voz era melosa y profunda, sus labios generosos, pero su cuerpo se mantenía totalmente inmóvil, como una estatua. ¿Cómo avanzar con la conversación? ¿Y cuál era mi intención? Ni yo sabía. Lo que sentía era una especia de urgencia de entablar una relación con la señora. Ahora bien, yo con las mujeres soy un poco cohibido. Silencio. Hay veces cuando el silencio está tan poblado de voces que no te deja hablar. 
--Quiero conocerte.
--Aquí estoy.
--Hermosa noche.
--Te amo.
--Tenés cara de violeta y cuerpo de cactus.
--Me conmueve verte así tan estático.
--Tu no ves los movimientos que hago. 
--Tu mano...¡es fría! ¡No, es caliente!
Retiré mi mano, pensé, estudié el rostro de la señora. ¿Cómo era posible que su mano era caliente y fría al mismo tiempo? Los dos extremos. Día y noche. Sol y luna. Ayer y hoy. Contemplé las opciones, avanzar o retroceder, sin entender las sensaciones que bullían en mi alma. La abracé, llorando.
--Mi amor, he esperado largamente este momento.
Pero sucedió con el cuerpo lo que había sentido con las manos: por momentos era ardiente como la arena de una playa, después fría como la nieve. Pero además no se movía. La besé en la mano, en las mejillas, en los labios...y no se movía en absoluto. Lloré como un niño, me desplomé a sus pies.
--¡Te amo! ¡Te amo! ¡Te amo!
Eran las únicas palabras que me salían de la boca. Amor en su forma más pura, más desesperada. Silencio. ¿Era un sueño? ¿Estaba yo en medio de la calle Defensa confesando mi amor a una mujer inmóvil que por momentos me quemaba el corazón y por alternancia me congelaba hasta mi sexualidad. Me levanté decidido, como el macho más bravo del barrio. ¡Ah, cuántas capas de ropa! Parecía no llegar nunca a la piel 
--Tu desesperación es tu maldición.
¿Cómo no sentir desesperación? ¿No era ella la mujer de mi vida? 
--El amor va más allá del momento actual.
--Es como sí a veces me amara y otras veces me odiara.
--Estás hecho esclavo de la vida banal. Para amarme tendrías que liberarte.
Sus palabras me impactaron hasta las entrañas. Un silencio profundo reinaba entre nosotros. Me quedé parado frente a ella, mirándola. Sentí una sensación en las yemas de los dedos, como una corriente de electricidad. Traté de mover las manos. ¡En vano! Por más que mi mente mandó mensajes a mi cuerpo, era imposible moverme. Me había quedado como ella. Pronto todo mi ser entró en una tranquilidad indescriptible, sin tiempo, sin espacio, sin peso, sin gravidad, más allá de los ruidos de la calle.

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