No voy con frecuencia a las fiestas. Pasan tantas banalidades. ¿Para
qué malgastar el tiempo en desaciertos? De todos modos la velada de esta noche
me tiene desarmado, metido en mis inacabadas dudas subjetivas. ¿Saben por qué?
La invitación. Llegó por correo exprés en un sobre dulcemente perfumado. “Encuentro de almas perdidas en el tiempo,”
dice. ¿Qué puede ser? ¿Casamiento? No creo. ¿Cumpleaños? Tampoco. En la
contratapa de la carta de papel exquisito se indica la dirección donde se
realizará el evento, el día, la hora. Nada más. Bueno, sí, hay algo más. Dentro
del sobre, de color ocre, además de la carta de invitación aparece una tela anaranjada
de seda china sobre la cual alguien ha escrito con una letra muy lustrada la
siguiente frase: “El vestuario de los
hombres ha de ser un gesto magnánimo.” ¿Fiesta de disfraces? ¿Ropa de
última moda? Me molesta francamente la falta de precisión, pero a la vez me
intriga. Los organizadores han de ser personas con cierto grado de adscripción
por la cultura, pienso. No van a ser como aquellas personas inapetentes que
juegan siempre con las bobadas más sublimes.
En medio del debate con mi alter ego sobre las
conveniencias o no de asistir al evento, me acordaba de una brillante malla
metálica que alguna vez calcé en broma durante un encuentro que festejaba el
fin de mis estudios de psicodrama con el profesor Alán Bergmeister. Ya está,
pensé, no sé si es magnánimo pero impactante es. Un traje un poco incómodo para tomar el taxi,
¿verdad? Pero Alán nos dijo una vez que asumir los desafíos que aparecen en el
sendero de la vida nos hace bien espiritualmente y hasta físicamente. Además, detrás
de las nubes negras descansa un azul inmenso. En fin, con este aparato ocultando
mi cuerpo lastimado por el paso de los años al menos tendría yo razones de
sobra por no bailar, cosa insoportable para mí.
El taxista me dejo en la puerta con una sonrisa
pícara y una frase: “Alberto, su fiel
servidor ante cualquier emergencia.” Tuve un breve ataque de pánico antes
de tocar el timbre. La casa asomaba amable, de estilo romano clásico, en un
barrio de buen vivir pero para algunos excesivamente cerca de una villa de
miseria. ¿Y si vuelvo a casa? Mis dedos temblaban, mi corazón latía con
confusión errática. ¿Si son asesinos, ladrones, adictos, terroristas, traficantes,
practicantes de orgías sexuales desenfrenadas…? Sabía poco o nada sobre quienes
iban a estar en el encuentro, ni el promotor ni la empresa encargada de los
manjares conocía yo. Pero gracias en parte al profesor Bergmeister estoy aquí desafiando
el destino. Escaparse de las rutinas cotidianas te ayuda a vivir mejor, decía
el maestro. Es cierto. Responder a situaciones de peligro activa las
hormonas…Levanté el dedo y toqué el timbre una vez, dos veces.
--¡Pascual! ¡Pero qué alegría inmensa! ¡Bienvenido!
Era un hombre de piel cobriza y aspecto Hindú,
vestido en sedas, telas amplias que le caían de los hombros como banderas, de
muy bajo estatura y una voz amable al oído. Juro que nunca lo había visto y sin
embargo me abrazó como si fuera su mejor amigo, sus brazos desconociendo la
dureza de la malla. Después se alejó apenas para mirarme mejor antes de tomar
mi brazo y guiarme hasta un patio interior lleno de plantas exóticas, fuentes
iluminadas y agua cayendo en refrescantes cascadas desde las paredes de mármol
italiano. Nadie bailaba, eso me tranquilizaba, pero tampoco hablaban. El
silencio era total, interrumpido únicamente por el sonido del agua y una brisa
tenue que movía las hojas de las plantas tropicales que rodeaban las arcadas.
“¡Te amo, alabad sea el Señor!”
Pascual sintió el paso del aire en su oído y giró
la cabeza hacia su hombro derecho. Una
persona de sexo imposible de determinar se había acercado a él y repetía la
frase dos o tres veces. La última vez agregó un dato: “Mi amor, te veo mañana a
las 10: 25 horas en la esquina de Brasil y Perú.” Eso fue todo. Él (¿ella?) se
juntó con los demás personajes en el patio. Todos comenzaban a moverse en
cámara lenta, retirándose uno tras otro, como en una procesión religiosa. El
hombre de aspecto Hindú me buscó y me tomó por el brazo nuevamente, guiándome
hasta la puerta.
“Ha sido un verdadero placer compartir este tiempo
contigo,” dijo abrazándome exactamente de la misma forma que hizo cuando abrió
la puerta. Sentí perdido. Me quedé un tiempo largo contemplando la puerta.
Estaba cerrada, no salía luz alguna de las ventanas de la casa. Volví a casa
caminando. Tenía que apagar el fuego en mi cabeza caminando. No sabía la hora
pero me parece por el poco tránsito en las calles que se estaba madrugando.
Ahora tenía un dilema nuevo: ¿ir o no ir a la cita mañana? La dirección parecía
incompleta. ¿Es casa? ¿Edificio alto? ¿Sobre Brasil o sobre Perú?
Esa noche dormí como un perro rabioso: vueltas y
vueltas, mi cabeza un receptáculo de pensamientos inacabados, rabias, risas,
planteos, debates, monólogos interrumpidos por mis propios gritos. Hacia la
madrugada me sentía más tranquilo. ¿Qué puedo hacer? Bueno, está bien, agregar
un poco de incertidumbre a tu existencia te fortaleza, ¿verdad? Ese señor que
me abrazó en la puerta…tal vez me conoce. ¿Por qué no hablaba nadie? ¿Qué
sentido tenía vestirse con tanta magnanimidad si nadie pronunciaba ni mu? Ah… puede
ser que el encuentro de mañana sea la continuación de la fiesta.
Decidí acudir al lugar, pero sin la malla y con la
ropa que me hace sentir más cómoda: jeans, una remera de un verde lavado y unas
zapatillas negras que uso para jogging. Como el lugar de la cita no estaba
lejos de mi casa, me acerqué caminando. ¡Qué suerte! Era domingo, no tenía que
ir a la oficina y el aire de primavera me llenó de confianza. Es más, canté
unas estrofas de algunos tangos: “Que el mundo
fue y será una porquería, ya lo sé; en el quinientos seis y en el dos mil
también…” /Calle porteña, yo o te olvido, con tus cortadas llenas de sol, y en
cada esquina el farolito que tantas noches mi bohemia alumbró” Sentí un
brote de optimismo, a pesar de la
nostalgia de los tangos. ¡Qué bueno que haya alguna sorpresa en la vida! Me
hace verdaderamente feliz. Pero cuando me faltaban unas dos cuadras para
llegar, sentí nuevamente abrumado por la angustia, la duda y el temor. Igual
seguí. ¿Qué tenía que perder?
“¡Te
amo, alabad sea el Señor!”
¡La misma voz de anoche! Miré por todos lados para
ubicarla, luego apuré el paso hasta la esquina de la cita. Mi corazón batía
fuerte, respiraba con dificultad. Tenía miedo, sí, miedo, pensé interrumpir mi marcha,
quedar a una distancia razonable y observar la esquina desde lejos para evitar cualquier
trampa. Pero a los cincuenta metros divisé una persona homeless descansando
sobre un montón de objetos abandonados, latas vacías de pintura, un colchón
viejo y vencido, unas maderas, dos baldes, diarios viejos, un botella
parcialmente llena de coca cola, restos de comida. Me vio. Era una mujer. A los
saltos se acercó a mí, repitiendo “¡Te
amo, alabad sea el Señor!” “¡Te amo, alabad sea el Señor!” Me hundió en un enorme abrazo. ¡Era el personaje
de la fiesta, una mujer homeless, hambrienta, sin casa, sin pareja, sin amor,
sin futuro y seguía repitiendo la frase como una letanía: “te amo, alabad sea el señor, te amo alabad sea el señor!” La envolví en mis brazos, sentí el batir
de su corazón. Su cuello olía de un perfume exótico. Traté de no pensar. El
profesor Bergmeister tenía razón. No hay una explicación para todo. A veces
simplemente hay que abrir los brazos y sentir.